Leamos cuentos de humor y terror


Cuentos de Humor y de Terror
Historia del varias veces muerto


De Las Mil y Una Noches

Había en una ciudad un sastre que estaba satisfecho de su condición. Amaba las distracciones tranquilas y alegres y de cuando en cuando acostumbraba a salir con su esposa a pasear y recrear la vista por calles y jardines.
Pero cierto día en que ambos regresaban a casa, casi al anochecer, encontraron en el camino a un jorobado de tan grotesca figura que resultaba tan antídoto de toda melancolía y era capaz de hacer reír al hombre más triste. Inmediatamente se le acercaron y se pusieron a charlar; como se divertían tanto con sus chanzas, lo invitaron a pasar la noche en su casa.
El jorobado respondió con disposición a la oferta y se les unió. Al pasar por la feria, el sastre aprovechó para comprar provisiones: bebida, pan y pescado fresco, sobre todo.
Cuando se sentaron a la mesa, los tres se lanzaron sobre la comida. Mientras comían alegremente, la mujer del sastre tomó un gran trozo de pescado y se lo metió a empujones en la boca del jorobado, diciéndole:
-¡Vamos, trágate todo este pescado, que en caso contrario no te suelto!
Entonces, el jorobado, tras mucho esfuerzo acabó por tragarse el tremendo pedazo. Pero, desgraciadamente, el bocado tenía una gran espina, que le atravesó la garganta y lo mató en el acto.
Cuando el sastre vio que el jorobado había muerto, se despertó. Pero la mujer, muy resuelta, le dijo:
-Levántate, que entre los dos lo llevaremos, tapándolo con una colcha de seda, hasta sacarlo de aquí. Tú lo llevarás al hombro y yo iré detrás de ti diciendo ¡Es nuestro pobre hijo, que está muy enfermo y buscamos un médico que lo cure!
Entonces el sastre se lo levantó, envolvió al jorobado en la colcha y con la esposa salieron de casa. Como habían quedado, la esposa iba clamando: ¡Oh, maldita viruela¡ Al oírlos, los transeúntes decían:
-Son un padre y una madre que llevan a un niño enfermo. ¡Pobres! – y se alejaban con decisión de la pareja.
Así llegaron a la casa de un médico, que quedaba escaleras arriba de otra. Llamaron y abrió la puerta una criada a la que dijeron:
-Ve y entrégale este dinero por adelantado a tu amo, para que cure a nuestro hijo enfermo.
La criada se marchó y entonces la mujer del sastre dijo:
-Subamos y dejemos escaleras arriba al jorobado. ¡Y vámonos de escapa!
El sastre subió, desenvolvió al muerto, lo dejó en el segundo umbral, parado contra la pared y dándole un golpecito a su esposa se perdieron por las callejuelas.
Cuando la criada mostró al médico el adelanto de dinero por curar al enfermo, éste se apresuró a salir para ocuparse del caso. Pero en la prisa ni siquiera tomó una vela para alumbrarse y por esto tropezó con el jorobado, que cayó escaleras abajo. Muy asustado de ver un cuerpo caer rodar así, el médico bajó, lo examinó y al ver que estaba muerto, exclamó:
-¡Oh, señor! ¡Acabo de tropezar con este enfermo y lo he matado! ¿Cómo haré para deshacerme de este cadáver? Entonces lo subió nuevamente y lo llevo adonde estaba su mujer, a quien se lo mostró y le preguntó qué hacer con el cadáver. La mujer dijo:
-¡No, aquí no podremos tenerlo! ¡Tenemos que quitarnos este muerto de encima antes de que llegue el día! ¡Vamos a llevarlo hasta la azotea y desde allí lo bajaremos al patio de nuestro vecino, el comerciante! ¡Esa casa está llena de ratas y gatos y se lo comeran antes de que amanezca!
Así decidieron hacerlo. Fueron a la azotea y desde allí bajaron pausadamente al cadáver hasta el patio del vecino, dejándolo de pie contra la pared de la cocina. Después regresaron a sus habitaciones.
Hacía pocos minutos que el cadáver se hallaba en el lugar cuando el comerciante regresó a su casa. En la media oscuridad de la noche divisó una silueta en el patio, cerca de la cocina y, entonces, dijo:
-Ajá. Así que allí anda el ladrón que acostumbra a robar mis provisiones. Con que no era un animal sino un ser humano. ¡Ahora verá!
Y tomando un garrote, salió y le dio varios golpes al cadáver, que cayó pesadamente en el suelo, y aun en el piso el comerciante le dio algunos garrotazos más. Pero al ver que el hombre no se movía, lo tocó y, entonces, exclamó:
-¡Maldita sean las provisiones y maldita sea esta noche! ¡Tengo tanta mala suerte de haber matado a este tipo! ¡Y ahora qué haré con él!
Como la noche estaba por terminar, el comerciante tomó el cadáver y salió de su casa, cargándolo hasta llegar a la entrada de la feria. Entonces paró al jorobado en la entrada de una tienda y huyó.
Al poco tiempo de estar el cadáver allí, acertó a pasar un borracho al que le habían robado su turbante. Los vapores de alcohol le hicieron pensar que quien estaba parado junto a la tienda era el ladrón y entonces comenzó a darle golpes en la cabeza y a llamar a los guardias. Incluso cuando el cadáver ya estaba en el piso, pretendió estrangularlo.
Llegaron los guardianes y viendo al borracho encima del muerto, con sus manos en la garganta, le gritaron:
-¡Déjalo y levántate!
Entonces los guardias vieron que el jorobado había muerto y amonestaron al borracho:
-¿Qué has hecho? ¡Has matado a este hombre! ¡Ahora enfrentarás la justicia!
-¡ Oh, qué terrible! –se lamentó el borracho, repentinamente fresco-. ¡En qué lío me he metido!


Breves de Ambrose Bierce
La mujer boba
Una mujer casada cuyo amante quiso abandonarla y escapar, consiguió un revólver y lo mató.
-¿Por qué lo hizo, señora? –preguntó un policía que justo pasaba por allí.
- Porque era un perverso –respondió la mujer casada- y se había comprado un boleto para Chicago.
-Hermana –dijo solemnemente un cura que pasaba por allí-, matarlos no es la forma indicada para impedir que los perversos se vayan a Chicago.

La viuda fiel
Una viuda que lloraba ante la tumba de su esposo, fue abordada por un apuesto caballero, quien le declaró en forma respetuosa que desde mucho tiempo atrás, ella le inspiraba los sentimientos más hermosos.
-¡Miserable! –replicó la viuda- ¡Retírese ahora mismo! ¡Esta no es ocasión para hablar de amor!
- Le juro, señora, que no fue mi intención revelar mis sentimientos –se excusó humildemente el apuesto caballero-, pero la fuerza de su belleza venció a mi discreción.
-Tendría que venir a verme cuando no estoy llorando –dijo la viuda.

La vela roja
Un hombre que estaba a punto de morir, llamó a su esposa y le dijo:
-Estoy por dejarte para siempre. Dame, entonces, una prueba definitiva de tu cariño y de fidelidad. En mi escritorio hallarás una vela roja que ha sido bendecida por el Sumo Sacerdote y tiene un valor místico muy grande. Debes jurarme que mientras la vela exista, no volverás a casarte.
La mujer juró y el hombre murió. Durante el funeral, la mujer se mantuvo junto al féretro, sosteniendo una vela roja encendida, hasta que se consumió.

Un pedido incompleto
Un magistrado de la Corte Suprema de Justicia estaba sentado a la orilla de un río, cuando se acercó un viajero y le dijo:
-          Quisiera cruzarlo. ¿Es legal usar ese bote?
-           Lo es –fue la respuesta-. El bote es mío.
El viajero le dio las gracias, empujó el bote hasta entrar en el río, se embarcó y empezó a remar. Pero el bote se hundió y el viajero se ahogó.
-          ¡Mal hombre! –gritó indignado un  espectador- ¿ Por qué no le avisó que el bote tenía un agujero?
-          El tema que me planteó no era el estado del bote –respondió el gran jurista-.

El canguro y la cebra

Un canguro que iba saltando torpemente con un bulto en la bolsa, se encontró con una cebra. Y con el propósito de atraer su atención, le dijo:
-Por tu vestido, parece que recién has salido de la cárcel.
-Las apariencias engañan –replicó la cebra sonriente, sabedora de lo corrosivo de su ingenio-. De lo contrario, por tu bolsa se diría que acabas de salir de la Legislatura.

El hombre y el rayo

Un hombre que corría hacia su trabajo fue sorprendido por un rayo.
-          ¿Ves? –le dijo el rayo al pasar junto a él- Yo viajo a mayor velocidad que tú.
-          Si, respondió el hombre que corría hacia su trabajo-. Pero yo lo hago todos los días.


El retrato oval
Edgar Allan Poe
El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:
"Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad, esta es la vida misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!"

Un habitante de Carcosa

Ambrose Bierce
Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se desvanece  por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad  (tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre  se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad.  Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la prueba.  En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que puede suceder  que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de  forma irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos,  resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.
Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa.
A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado, y aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar.
Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos.
Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: "¿Cómo llegué aquí?". Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir... ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la yerba marchita.
Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje -un lince- se acercaba. Me vino un pensamiento: "Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta." Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.
Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba.
Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:
-¡Que Dios te guarde!
No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.
-Buen extranjero -proseguí-, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a Carcosa.
El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.
Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía... veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi existencia?
Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.
La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida.
Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre...! ¡La fecha de mi nacimiento...! ¡y la fecha de mi muerte!
Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!
Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
***
Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.




Ilustración: http://office.microsoft.com/es-es/images/similar.aspx#ai:MC900233303|